Hace unos años, en la concurrida ciudad de Los Angeles, vivía
una joven llamada Victoria. Era una mujer impulsiva y con mucho carácter. Siempre
intentaba superarse a si misma en todo. Trabajaba como renovadora de
pasaportes, y eso la tenia muy estresada. Iba y venia a todas horas, de un
sitio para otro. Una mañana, se despertó demasiado tarde, por lo que tuvo que darse
prisa en arreglarse y salir de casa. En la calle, caminaba lo mas deprisa que
sus piernas le permitían, embutida como estaba en esos tacones incómodos, la hacían
sentirse mas estresada de lo que ya estaba. Entre las prisas, los papeles que
llevaba en la mano, y sus tacones, se tropezó y todas sus notas cayeron a sus
pies. Harta y exasperada como estaba, empezó a maldecirse por no ser lo
suficientemente buena como para poder abarcar todo. Empezó a criticar su poca paciencia. Empezó a
criticar sus odiosos tacones. Empezó a criticar sus piernas por no ser lo
suficientemente estable, por no ser fuertes y sanas como las de un deportista. Se
agacho y comenzó a recoger los papeles desperdigados por el suelo. De repente,
vio una mano que le pasaba unos cuantos papeles. Levanto la mirada y se encontró
con un sonriente hombre mirándola desde su silla de ruedas.
- Se encuentra bien?- pregunto el sonriente hombre
- Si, si. Muchas gracias por ayudarme.- dijo mostrando
sus papeles ya en mano.
- No hay porque darlas. A veces las piernas nos dan una mala jugada.- comentó el
hombre aun con esa sonrisa en la cara.
Victoria se quedo mirando a ese feliz hombre. Ella ya no
recordaba cuando fue la última vez que sonrío. Ella siempre estaba enfadada y
angustiada. Y él, él simplemente era feliz. Estaba paralítico, pero era feliz. Mas
feliz que ella incluso. Victoria se despidió y se fue, queriendo llorar por sus
pensamientos egoístas de hacia solo unos minutos atrás.